Jaime Gil de Biedma, Diarios 1956-1985

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Jaime Gil de Biedma, Diarios 1956-1985, Debolsillo, Barcelona, 2017.

La editorial Lumen y la división de bolsillo de Ramdon House llevan unos años dedicadas a la reedición y recuperación crítica de algunos de los grandes autores de la generación de los 50. El proceso se antoja desigual: ediciones de bellas y pesadas presentaciones no siempre van acompañadas de sus económicas versiones en rústica y a estas no les esperamos un halagüeño futuro bajo el paraguas de un fondo editorial. Sea como fuere, tras la reedición del monumental ciclo de memorias de Carlos Barral, Andreu Jaume prologa y anota esta vez los diarios de Jaime Gil de Biedma, que de manera inopinada son ahora, también, monumentales. La historia de estos diarios ha sido azarosa. La edición de 1974 de Diario del artista seriamente enfermo constituía una versión cicatera de su experiencia de descubrimiento personal cuya brevedad obedecía a las cautelas del autor en cuanto a destapar su tumultuosa (y atormentada) vida sexual tanto como al inoportuno momento social y político en que se dio a la imprenta. De manera póstuma, y por mediación de Carmen Balcells, en 1991 apareció Retrato del artista en 1956, esta vez un texto completo que no ahorraba al lector detalles escabrosos de la peripecia de Gil de Biedma en Manila como ejecutivo de la Compañía de Tabacos de Filipinas. 

Esta versión definitiva de sus memorias restauraba al autor en una dimensión íntima que no se refiere solo a sus escarceos sexuales ni a la chismografía y maledicencia literarias (motivos legítimos para la lectura, dicho sea de paso); también nos regalaba un informe técnico y empresarial como brillante ejercicio literario de prosa burocrática. Esto último puede responder en España a una tradición literaria semioculta que en esa misma generación han querido cultivar Juan Benet o Ferlosio y cuyos referentes son los abstrusos documentos de la administración de las Indias. En cuanto al cultivo de una intimidad, carecemos de modelos. Las culturas mediterráneas han sido poco dadas a la práctica de los géneros confesionales y las explicaciones a este vacío en el caso español suelen ser vagas y acomodaticias: La ausencia de una reforma protestante y en consecuencia un catolicismo contrarreformista y encapsulado, una ilustración insuficiente o una guerra civil que cortaba de raíz los penúltimos intentos de incorporación a la modernidad europea. Carlos Barral solía recordar que la literatura española se colocó con ese catolicismo de combate en el territorio de los conceptos y la metafísica y no en el de la naturaleza y aunque podríamos ofrecer ejemplos de lo contrario, el comentario levemente desdeñoso puede valer como retrato en esbozo de nuestra particular inclinación. Una excepción a esta tendencia la representan estos diarios. 

Lo que sorprende de la suma del material de toda una vida, que incluye el mencionado Retrato del artista en 1956, el Diario de Moralidades, el Diario de 1978 el Diario de 1985, es la homogeneidad y madurez de tono y la constante de los temas. En 1956 el joven autor es dueño de todos sus recursos, y la pretensión de probarse a sí mismo en la prosa parece innecesaria, por satisfecha, ya en las primeras páginas. No hay vacilaciones, no existe ni una sola de las ampulosidades de juventud para impresionar y sí más bien una libertad de juicio en relación a las tradiciones literarias y a sí mismo que resultan vigorizantes para el lector y novedosas en nuestra literatura. Este estilo que pretende sea un vehículo de comunicación tanto como una expresión de lo privado bebe de los estilos decorosos de las tradiciones dieciochescas de Francia e Inglaterra. El escepticismo británico y la observación de las costumbres que practicaron los moralistas franceses tienen en la carta, el diario y la conversación géneros menores que ponían en escena y al mismo tiempo las parcelas de lo íntimo y lo social. Sin embargo, la  intimidad psicológica de los españoles es para Gil de Biedma un cuarto de invitados que nadie visita, un erial que no permite matizaciones emocionales y que convierte nuestra literatura en algo ramplón y estepario. La honestidad intelectual antes que la inteligencia y la ausencia de la temida literalidad hispánica lo convierten en nuestro verdadero contemporáneo. Y si el estilo permanece inalterable y sereno a lo largo de las décadas, otro tanto ocurre con sus obsesiones: recurrentes, permanentemente conjuradas pero nunca exorcizadas, nos hacen ver que aquello que fue capaz de comprender a los veintisiete años se revela lamentablemente verdadero a los sesenta.

CC-BY-SA.20 by Elisa Cabot

Todas las melancolías por el tiempo huido, todos los ríos de Heráclito confluyen extrañamente en su temperamento de niño privilegiado y proustiano. La enfermedad ayuda en la interpretación del estereotipado papel del escritor que aprovecha su indisposición para leer, escribir y hacer una vida cómoda de convaleciente y su tuberculosis de juventud se aviene perfectamente con la fantasiosa mentalidad literaria que siempre lo hizo vibrar. Cosa muy distinta ocurre con el oscuro presagio de muerte y estigma social que el sida representaba en los años 80 y que lo condujo al Instituto Pasteur de París, con nombre falso y pocas intenciones de seguir viviendo. Para entonces descubre con estupor que, en posesión de una aguda inteligencia y pudiendo escribir mejor que nadie, no tiene nada que decir y que a su identidad como escritor no la ha sustituido por otra que sea de su entera satisfacción.

Muerto el poeta, apenas importa el sujeto civil y se abandona al impulso autodestructivo que siempre latió en él y en sus compañeros de generación como Barral y, sobre todo, Gabriel Ferrater. Ni el alcohol ni la irrefrenable pasión sexual, que siempre consiguieron sacarlo de sí mismo, podían asistirlo ahora. Tampoco la literatura ni el reconocimiento de que empezaba a disfrutar en sus últimos años pudieron compensarlo por una vida de lucidez llevada al extremo del desasimiento. Conciencia culpable de hijo de vencedores de la guerra civil, conciencia política en sintonía con el comunismo pero sin militancias y desde el despacho de ejecutivo de una gran compañía, erosionado y sin energías para cuando llegó la democracia, toda su trayectoria es la del exiliado instalado, la de un atrincherado Calibán de buenos modales pero en peligro siempre de revelar su verdadera naturaleza. Gil de Biedma parece encarnar a la perfección esa idea de Scott Fitzgerald (¿o era Tennessee Williams?) por la cual un genio artístico es aquel que puede pensar una cosa y la contraria y no volverse loco. A ese inestable equilibrio contribuye un humor de mueca amarga y un desparpajo y descaro únicos que posiblemente aprendiera de ese simpático caradura que fue Byron , cuya inquebrantable seguridad le salvó de naufragar en el disparatado carnaval que fue su vida. De esas vanidades está llena la literatura y solo nos queda rezar por que el narcisismo autocomplaciente de los escritores vaya acompañado del suficiente talento para justificarlo.

Jaime Lamas Rodríguez.


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